La alegría de fiestas y diferentes celebraciones anuales rompían la rutina del trabajo de los verdejos que ocupaba la mayor parte del tiempo de su vida cotidiana. Tenemos noticia que uno de los festejos más aplaudidos fue la “lidia” de toros que realizaba la cofradía de la Virgen del Rosario con motivo de la Natividad de la Virgen María, una de las principales fiestas marianas que componen el calendario romano general de la Iglesia católica.
Es sabido que los recreos taurinos constituyeron la diversión por excelencia en la España de la Edad Moderna. Además acudían a su celebración todos los estamentos sociales, incluido el clero. Tampoco se necesitaban grandes pretextos para llevarse a cabo. Podían presidir magnos acontecimientos políticos y religiosos o, simplemente, deleitar galas populares de tono más modesto, como las realizadas anualmente por las cofradías, entre ellas la del Rosario verdeja. Su importancia superaba incluso a la del teatro, el otro espectáculo representativo del Barroco español. Los regocijos taurómacos, como escribía en 1681 Diego del Peral Vereterra, eran “el plato más delicioso, y de más regalado gusto” de nuestro país, pues no se concebía una fiesta sin toros.
Pero ¿en qué consistía lo que popularmente se conocía como correr los toros?
No hay que pensar en una corrida de toros a la usanza moderna. Se trataba más bien de una fiesta en la línea de los actuales encierros. Así, el 8 de septiembre, varios vaqueros a caballo conducían hasta el pueblo un novillo desde una dehesa cercana. La llegada del animal era motivo de gran contento y alboroto entre el vecindario, de modo que los verdejos se echaban a la calle para recibir y jalear al astado. Los mozos más atrevidos esquivaban sus acometidas, aunque no escapaban de algún volteo que otro cuando corrían delante o detrás del animal hasta llegar al corral de su encierro, pues tampoco había propiamente una plaza de toros. El toro era finalmente sacrificado para proceder a la subasta de su carne y sufragar los elevados gastos que generaba la fiesta a la cofradía, siempre de escasos caudales.
Según vemos, era un espectáculo vivo y participativo que se fundamentaba en el instinto ofensivo de la res y la pericia para burlarla sin resultar herido. La función conjugaba lo litúrgico (celebración de la Misa solemne) y lo lúdico y popular (fiesta de toros) a un tiempo, garantizando el disfrute de las gentes, que se completaba con el lanzamiento de cohetes y la actuación de comediantes. Los asientos del administrador Gil Núñez en 1699 revelan 11 reales gastados en los fuegos de artificio y otros 336 que “monto el gasto que se hiço con los comediantes” de la propia Valdeverdeja y los venidos de Casatejada, “en los diez dias que asistieron a los ensayos en que entra el pan, carne y vino que se le da a cada uno el dia de las fiestas”.

Año 1949 en el corral de tía María Eugenia
La importancia que tuvo en la villa la figura del toro en la fiesta que conmemoraba el Nacimiento de María, queda consignada en los viejos registros documentales de la Cofradía del Rosario. La primera noticia que tenemos sobre esta celebración se remonta al año 1672, es decir, hace 346 años. Por aquel entonces era párroco don Juan Felipe de Clavería, a quien debemos felizmente la construcción de la ermita de Nuestra Señora de los Desamparados en 1688. En el dicho año de 1672, el verdejo Martín Roncero ocupaba el cargo de Mayordomo de la Gobernación de la hermandad rosarina, refiriendo entre sus apuntes económicos el ingreso de 9.586 maravedíes “que valio la carne del toro que offreçieron los moços a nuestra señora”. En 1674, el mismo señor anotará los 25 reales abonados “a los vaqueros que traxeron la fiesta de los toros”, y 9 reales y 14 maravedíes del importe de media arroba de vino con la que serían obsequiados.
Algunos años más tarde, en octubre de 1698, la cuenta que ofrece el Mayordomo de la Gobernación, a la sazón Fernando Arroyo, refleja un cargo de 213 reales y 22 maravedíes “por la carne que se vendio del toro de las fiestas de Nuestra Señora”. Igualmente, asienta otros 70 reales obtenidos por la venta del pellejo de la res, así como 2 reales y 7 cuartos de las patas y “frontada” de la misma. Los detalles de la administración cofrade muestran un aprovechamiento integral del cadáver del toro que, según apuntábamos más arriba, contribuía a sufragar la celebración mariana, que en aquella fecha de 1698 tuvo un coste de 550 reales, más otros 93 que importó el dar de comer y beber a los “baqueros y a sus cavallerias”. Arroyo registra también 320 reales entregados por “los soldados” como dádiva para ayudar en la compra del animal, siempre gravosa para la economía de los hermanos, puesto que se pagaba incluso al encargado de pesar la carne del toro, que en 1699 supondría un desembolso de 5 reales.
La ingesta de las partes del bóvido que aún siendo comestibles eran menos atractivas culinariamente y no consideradas carne propiamente dicha al no poder ser fileteadas, es decir, los llamados despojos, mondongos o menudos, muestra la pervivencia de una antigua costumbre heredada de los visigodos, grandes consumidores de casquería; práctica continuada por los árabes a la llegada a nuestra patria.
Hasta 1719 seguimos encontrando noticias de las fiestas de toros de “Nuestra Señora”. Sin embargo, en 1735-1736 aparecen referidas como las del santo lisboeta Antonio de Padua, del que la parroquia poseía una imagen en talla y al que se profesaba un gran fervor. En ese bienio, don Juan Novillo, el cura propio y que también atendía a los gastos y gobierno de la cofradía, anota los nada despreciables 155 reales que Francisco Núñez dio de limosna para sufragar “el toro de San Antonio” y otros 20 reales más que ofrecería Diego Rodríguez, ambos verdejos. En 1738-1739 don Juan asienta 245 reales en que se vendió el toro de san Antonio de Padua, toro que había sido dado por su sobrino y, asimismo sacerdote, don Juan Manuel Martín Novillo.
Los regocijos taurinos terminaron por desaparecer a pesar del hermanamiento económico de ambas devociones que siempre habían formado “un solo cuerpo”, debido a lo costoso de su financiación, al igual que lo haría la propia Cofradía del Rosario. Pero esa es otra historia.
¡Felices fiestas!
Y… olé.
© Esperanza Martín Montes
Historiadora del Arte
Agosto de 2018
Deja tu comentario